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jueves, 1 de febrero de 2018

SAN PETERSBURGO 1918. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg

SAN PETERSBURGO 1918. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg 

    "En la estación de Finlandia nos recibió una menchevique entrada en años sobre cuya nariz llevaba unos quevedos. Me dijo: «Sígame». Le respondí que me escoltaba un soldado. La mujer se puso a despotricar de él, y el soldado hizo lo propio. Ella lo llamó especulador de comida, y el soldado, que efectivamente llevaba consigo una bolsa, le respondió que ella seguramente «se atiborraba de mermelada». Yo estaba plantado allí, estupefacto. La menchevique nos condujo a una residencia donde la gente se hacinaba a oscuras. Un joven gritaba a su vecino: «¡Qué vas a ser tú un revolucionario! ¡Tú eres un auténtico Galliffet! ¡Habría que llevarte al paredón!».
Como a todos los emigrados políticos, me concedieron una prórroga militar; el teniente de la estación de policía me dijo que en el ejército, aun sin mí, sobraban ya los charlatanes.
En el Birzhevie viédomosti recibí los honorarios que me correspondían y me instalé en un piso amueblado de la calle Moika. Por la mañana salí para echar un vistazo. La arquitectura de la ciudad y sus avenidas me parecían extraordinariamente claras, majestuosas, pero no conseguía orientarme.
Me dirigí a un mitin que se celebraba en el circo Ciniselli. Estaba atestado de gente, pero enseguida noté que todo el mundo estaba harto de discursos: el entusiasmo de los primeros meses se había evaporado, incluso los charlatanes se habían cansado de hablar. Los que hacían uso de la palabra eran oradores espontáneos. Una señora de cabello cano trataba de demostrar que el esperanto salvaría la revolución, pero nadie la escuchaba. Luego intervino un anarquista que declaró que era preciso abolir el Estado: todos lo abuchearon, y él se puso a silbar como un desesperado hasta que lo sacaron a empujones de la tribuna. Un joven vestido con elegancia suplicaba que no se entregara Rusia al káiser. Dos soldados lo metieron en cintura: «Pero tú, hijo de perra, ¿has estado en las trincheras?».
Intenté encontrar a los poetas con los que me había carteado, pero ninguno de ellos estaba en la ciudad. Me respondían: «Está en la dacha» o «En Crimea». Un día, T. I. Sorokin me mandó llamar: «Ven, Blok está aquí». Fui corriendo al Palacio de Invierno, pero llegué demasiado tarde: Blok ya se había ido. No vi, pues, al poeta cuyos versos yo amaba por encima de todo…
(...)
En las calles se daba caza a los desertores; los soldados patrulleros que revisaban los documentos también parecían desertores. Un día vi a dos oficiales requisando un saco de azúcar molido a una mujer. Ella gritaba: «¡Monstruos!». Cuando la mujer se iba, uno de los oficiales le gritó a la espalda que pronto la enviarían al paredón, que Kérenski hacía la vista gorda con los especuladores de alimentos, pero que tarde o temprano a él también lo meterían en vereda. Luego, sin avergonzarse lo más mínimo ante la gente que pasaba, los oficiales se repartieron el botín.
En las tiendas se podían comprar habanos, jarrones de Sèvres y poemas de la condesa de Noailles. En las confiterías servían el café con miel (ya no quedaba azúcar) y, en lugar de pasteles, daban rebanadas finas de pan blanco con mermelada. Los cocheros ya no hablaban de avena, sólo despotricaban con el semblante sombrío. Un poeta a quien conocí en la redacción del Birzhevie viédomosti me dijo: «Nuestra única esperanza es el general Kornílov. Se llama Lavr [Laurel], su nombre es simbólico».
Los soldados hablaban de «hacer las paces». Los desertores no decían nada, miraban a los transeúntes con aire lúgubre. Por la Avenida Nevski paseaban las muchachas de uniforme; intrépidas, hacían el saludo militar y tenían un busto de lo más exuberante; organizaban mítines en la esquina de la calle Sadóvaia, gritaban que era necesario encontrar a Lenin y, entretanto, detener a Chernov."

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