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viernes, 2 de febrero de 2018

LA MUERTE DE ANTONIO MACHADO. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg

LA MUERTE DE ANTONIO MACHADO. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg 

    "Poco después de llegar a Barcelona, creo que fue por Año Nuevo, fui a ver al poeta Antonio Machado y le llevé café y cigarrillos de Francia. Vivía a las afueras de la ciudad, con su anciana madre, en una casa pequeña y fría. En verano le había visitado bastante a menudo. Machado tenía mal aspecto, estaba encorvado. Se afeitaba poco y eso lo avejentaba. Tenía sesenta y tres años y le costaba caminar. Sólo sus ojos eran brillantes y vivos. Conservo una nota de este último encuentro: «Machado me ha leído fragmentos de las coplas de Jorge Manrique: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir”. Luego me ha hablado de la muerte: “Todo está en el ‘cómo’. Hay que reír bien, escribir versos bien, vivir bien y morir bien”. Ha sonreído de modo infantil y ha añadido: “Si un actor encarna un papel, fácilmente puede abandonar la escena”».
    La muerte de Machado fue patética, aunque era el más modesto de los poetas que he conocido en mi vida. Cuando los fascistas se aproximaron a Barcelona, tomó consigo a su madre y echaron a andar por las espantosas carreteras de la franja fronteriza. Machado vivió en el exilio únicamente tres semanas. Murió en el pueblo de Collioure, desde donde se ven las montañas de España. Su madre le sobrevivió sólo dos días. Machado no podía vivir más. Ahora es reconocido por todos como el mayor poeta español de nuestro siglo. Los jóvenes poetas españoles le dedican poemas a su memoria. Está por encima de las discusiones y de los acontecimientos, y si hablo de él es porque para mí su imagen es inseparable de aquellos trágicos días en que España abandonó a España.
    Lo había conocido en Madrid, en abril de 1936. Recuerdo con qué admiración escuchaban sus versos Rafael Alberti, Neruda y una decena de jóvenes escritores. Ya he dicho que era asombrosamente modesto, pero me quedo corto. Chéjov se avergonzaba cuando Bunin lo llamaba poeta, protestaba y trataba de demostrar que él escribía toscamente sobre una vida tosca. Por su calidad humana, Machado recordaba en algo a Antón Pávlovich. En cierta ocasión me dijo: «Tal vez yo no sea ni poeta. Quevedo era poeta, Ronsard, Verlaine, Rubén Darío… Amo la poesía, eso es cierto». No era coquetería ni pose. A los sesenta años le desconcertaba oír declaraciones de entusiasmo. Y era bueno, como Chéjov, indulgente con las debilidades ajenas, se esforzaba en justificar a los críticos furibundos, ultrajados por el destino, o a los nefastos grafómanos. En todo encontraba un granito de bondad o de belleza. Su poesía es ante todo humana.
    Me leía estrofas de Jorge Manrique. Es difícil encontrar a un poeta español que no haya escrito sobre la muerte. En verano de 1938 hablamos en Barcelona sobre la situación en el frente y sobre la actitud de Francia. Machado dijo: «Se equivocan en el extranjero pensando que los españoles son fatalistas y que se enfrentan a la muerte con resignación. No, saben luchar contra la muerte».
    En los últimos años de su vida vi cómo luchaba contra la muerte. No se dejaba abatir ni por los bombardeos ni por la vida en refugios provisionales. No quería dejar Madrid. Lo trasladaron a Valencia, como los cuadros del Museo del Prado. Escribió en Madrid, Valencia, Barcelona. Componía maravillosos sonetos, y casi cada día redactaba artículos para los periódicos del frente.
(...)
    Rubén Darío escribía sobre Machado: «Fuera pastor de mil leones y de corderos a la vez». En la poesía de Machado conviven de modo insólito el ajenjo de la estepa y la dulzura del verano, la sabiduría y la sencillez. Es la visión de los miserables pueblos de Soria, de las piedras de Castilla, de las desgracias humanas, del valor, de la esperanza, y su camino siempre va «paso a paso», camino que sube a la montaña o que desciende, el difícil camino de España, del hombre.
    Machado vivió su vida «un paso tras otro», con la gente o en soledad. Nunca estuvo sobre el escenario (aunque escribió con su hermano varias obras de teatro), vivió en el «gallinero» de la vida. Fue profesor, primero de lengua francesa, después de literatura española. Vivió en ciudades de provincia, en Soria, en Baeza, en Segovia. En la primavera de 1937, cuando volví de un viaje al frente del sur, decidí visitar a Machado, que entonces vivía cerca de Valencia. Me preguntó sobre los fascistas encerrados en La Virgen de la Cabeza y luego si me gustaba La Mancha. Apunté algunas de sus frases: «El paisaje francés es suave. Dios lo pintó en sus años de madurez, tal vez incluso en la vejez, todo está bien pensado, todo tiene un sentido de la medida. Un poco más o un poco menos y todo habría saltado por los aires. Pero Dios pintó España de joven, sin reflexionar en los colores, sin saber siquiera cuántas piedras amontonar unas sobre otras. Me gusta La estepa de Chéjov. Por alguna razón, me parece que los rusos pueden comprender el paisaje español… La Mancha (todos conocen esta palabra) es Don Quijote. Pero ¿por qué muchos no entienden que Aldonza es Dulcinea? En cada chica sana y fuerte cada español ve un sueño y está firmemente convencido de que Dulcinea sabe llevar su casa, cotillear y planchar las camisas. Turguéniev, cuando escribía sobre Hamlet y don Quijote, no entendía que Aldonza y Dulcinea eran la misma persona. Quizá porque todas sus heroínas son criaturas puras y celestiales o bien mujeres depredadoras. Don Quijote y Sancho Panza no son opuestos, sino dos expresiones de una misma persona. Aquí no hay escisión, pero la unidad es más difícil que cualquier contraposición. Así es La Mancha y también toda España».
(...)
    Machado combatió junto con el pueblo. Recuerdo que, en el Ebro, el comandante de división Tagüeña leyó a sus soldados un saludo enviado por Machado y su voz temblaba de emoción: «La España del Cid, la España de 1808, ha reconocido en vosotros a sus hijos». Cuando nos separamos, el poeta me dijo: «Tal vez, después de todo, nunca hayamos aprendido a combatir. Además, no tenemos suficiente material… Pero no hay que juzgar a los españoles con demasiada severidad. Es el fin. Cualquier día de éstos se apoderarán de Barcelona. Para los estrategas, los políticos y los historiadores todo está claro: habremos perdido la guerra… Pero desde el punto de vista humano no lo sé… Quizá la hayamos ganado». Me acompañó hasta la puertecilla del jardín. Me volví y le vi triste, encorvado, viejo como España, aquel hombre sabio, aquel poeta tierno. Vi sus ojos profundos, que no respondían pero preguntaban. Dios sabe qué. Le vi por última vez… Aulló una sirena. Empezaba el bombardeo de turno."
Yo mismo junto a la tumba de Antonio Machado

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